No creo que alguien sea mala madre al reconocer que tiene
días en los que quisiera escuchar los gritos del silencio por toda la casa.
Esta afirmación no fue fácil de aceptar para mí. En realidad, me costó mucho
tiempo llegar a sentirme bien conmigo misma al darme mis “cinco minutos” todos
los días.
Cuando nació mi hijo, descubrí una parte mucho más primitiva de mi que hasta ese momento desconocía. Al principio, no quería que nadie lo
tocara más que yo... en serio, NADIE. Tampoco
me dejaba ayudar mucho, podía pasarme todo el día en pijama sin apenas comer
nada con tal de estar ahí en el momento que lo necesitara. Nunca soporté
escucharlo llorar. Leía cuanto artículo encontraba sobre crianza, apego,
puerperio y más me convencía de estar haciéndolo bien. Para ese entonces trabajaba
como editora de una revista deportiva y cerca de los tres meses de mi hijo tuve
que reincorporarme al trabajo. Fue durísimo. Lloraba, me angustiaba y sentía
que mi lugar era con mi hijo y no detrás de un escritorio. Me encantaba la
oficina y mis compañeros, no lo niego, pero mi mente ya no estaba ahí sino en
mi casa. Intenté plantear la posibilidad de hacer el trabajo desde mi hogar, al
fin y al cabo para eso están las nuevas tecnologías y el internet, para
realizar tu trabajo donde quiera que estés. Lamentablemente algunos tienen muy
arraigado el concepto de los “Godínez” y prefieren ver sentado a alguien
durante ocho horas frente a una computadora aunque en realidad gran parte de
ese tiempo no sea efectivo.
Así transcurrieron 10 meses dejando a mi bebé con mi mamá o
mi suegra, yendo a amamantarlo a la hora de la comida para después regresar al
trabajo y volver a eso de las 7:00pm a casa y dedicarle lo que me quedaba de
tiempo con él antes de que se durmiera. Hubo un tiempo que me lo llevé conmigo
a la oficina en las mañanas pero me declaro culpable de haber pensado que una oficina
no era lugar para un bebé. No sé si cuando lloraba o lo amamantaba era molesto
para los demás pero digamos que me hacía sentir incómoda el pensar que sí les perjudicaba
y que sólo por respeto no me lo decían así que mejor desistí de mi “magnífico”
plan.
Sin embargo, siempre he pensado que por algo pasan las cosas
y cerca de un mes antes de que cumpliera su primer añito, surgió la oportunidad
de trabajar desde mi casa. Mi deseo se estaba cumpliendo, tendría tiempo
suficiente para él. Con lo que no contaba era que ambos ya teníamos nuestras
rutinas y me topé de frente con que conocía a mi hijo más que nada por lo que
me reportaban sus abuelitas, no estaba segura de a qué hora comía, dormía, si
lloraba porque le cantaban cierta canción y yo le cantaba otra o porque a esa
hora le tocaba el baño y yo le estaba dando de comer. Me di cuenta que ser y estar para tu hijo 24/7
es una labor que nunca termina, que trabajar en casa junto a tu bebé es más
difícil de lo que parece, sumamente gratificante, sí, pero agotador. Al no estar
preparada para atravesar esta nueva etapa de adaptación, al poco tiempo comencé
a sentirme deprimida. Extrañaba tener que ir a trabajar a una oficina, que ya
ni consideraba trabajo sino “tiempo para mí”, también el sentirme decaída
estando en donde tanto había querido estar, estresaba a mi pareja y junto con
algunos problemas económicos, los problemas entre nosotros también comenzaron.
Apenas con cuatro meses de estar viviendo “el sueño de toda
madre trabajadora” (o por lo menos, el mío) estaba peor que antes, agotada
física y emocionalmente, sintiéndome culpable por querer salir sola, dedicarme
tiempo a mí, no escuchar llantos ni cambiar pañales ni servir comidas por unas
horas, me sentía mala madre por no tener una paciencia infinita todo el tiempo
y cuando estaba sola me sentía angustiada de no estar junto a mi hijo. Viendo
en retrospectiva, descubrí mis propias sombras, de esas que tanto habla Laura Gutman, pero les huía porque no quería verlas ni enfrentarlas… tanto les huí que
cuando me ofrecieron un empleo de redactora en un periódico semanal no dudé en
aceptarlo. Ahora tenía dos trabajos y tendría que dejar a mi hijo nuevamente al
cuidado de sus abuelitas. Esta vez por más horas. Esta vez fue mi hijo quien
lloró más. Hubieron días en que llegaba a casa cerca de la media noche (los
cierres de edición se prolongaban) y encontraba a mis dos hombres durmiendo profundamente.
Ya ni siquiera tenía oportunidad de darle pecho a mi bebé antes de que durmiera
o de decirle buenas noches a los dos. Si no fuera por el colecho creo que
hubiera sido el fin de mi lactancia… o tal vez no, qué se yo. Los fines de
semana no los veía por adelantar cosas de mi otro trabajo, se iban desde
temprano en la mañana para dejarme trabajar y regresaban en la noche. Las comidas, salidas y domingos familiares me
estresaban por pensar en el tiempo que no estaba dedicando a los pendientes del
trabajo. No quería fallar en ninguno pero estaba fallando en el más importante
de todos (aunque suene cursi y trillado).
Esta vez fue mi pareja quien me dijo “ya no más”. Tenía
razón. Eso no era vida. Renuncié al periódico y me quedé sólo con el otro
trabajo que hacía desde mi casa (aceptaron aumentarme el sueldo y darme mayores
responsabilidades). Durante este tiempo empecé a darme cuenta que mi prioridad
era mi casa, mi pareja y mi hijo. Enfrenté mis dichosas sombras y comencé a
disfrutar plenamente estar y ver cada día a mi hijo, sus logros, sus avances,
sus gestos, sus risas, sus llantos. Nuevamente, el destino puso nuevos proyectos
frente a mí, esta vez unos lindísimos en todos los aspectos. El verano fue para
platicar con mi pareja y llegar a la conclusión de que era momento de
empezarlos. Dejé mi trabajo y fue una despedida muy agridulce, me llevé la gran
experiencia de haber conocido lo que es trabajar en casa, con todos sus pros y
sus contras. Definitivo iba a extrañar a todo el equipo.
No lo niego, me encanta ser una mujer trabajadora, ganar mi
propio dinero, aportar a la economía familiar pero también me fascina ser mamá
y ama de casa, ayudar a la economía de diferente manera pero de igual
importancia.
Ahora nos enfrentamos a una nueva adaptación. Justo el día
de su segundo cumpleaños, mi hijo entró a la guardería. No ha sido fácil aunque,
en realidad, ha sido tal como lo esperaba. Creo que a las maestras son a las
que les debo tener más paciencia, a veces se guían demasiado en lo que equis
persona o libro dice sobre las etapas madurativas y no ven a esas pequeñas
personitas como lo que son: seres humanos independientes y en pleno desarrollo.
Si unos hablan pronto y otros tardan más, si unos comen mucho y otros menos,
eso no los hace mejores ni peores, los hace únicos y al final todos hablarán,
comerán y dejarán el pañal cuando tengan que hacerlo.
Por lo pronto, a mí nadie me quita la sonrisa de la cara y
la actitud positiva. Estoy en uno de los mejores momentos de mi vida.
No hay nada como seguir tus instintos de mujer-madre y enfrentar con actitud nuestras propias sombras. :) Te deseo de todo corazon que la dicha perdure.
ResponderBorrarElisa
Muchas gracias, Elisa, espero también que así sea jaja =)
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