jueves, 5 de septiembre de 2013

Adaptaciones

No creo que alguien sea mala madre al reconocer que tiene días en los que quisiera escuchar los gritos del silencio por toda la casa. Esta afirmación no fue fácil de aceptar para mí. En realidad, me costó mucho tiempo llegar a sentirme bien conmigo misma al darme mis “cinco minutos” todos los días. 

Cuando nació mi hijo, descubrí una parte mucho más primitiva de mi que hasta ese momento desconocía. Al principio, no quería que nadie lo tocara más que yo... en serio, NADIE.  Tampoco me dejaba ayudar mucho, podía pasarme todo el día en pijama sin apenas comer nada con tal de estar ahí en el momento que lo necesitara. Nunca soporté escucharlo llorar. Leía cuanto artículo encontraba sobre crianza, apego, puerperio y más me convencía de estar haciéndolo bien. Para ese entonces trabajaba como editora de una revista deportiva y cerca de los tres meses de mi hijo tuve que reincorporarme al trabajo. Fue durísimo. Lloraba, me angustiaba y sentía que mi lugar era con mi hijo y no detrás de un escritorio. Me encantaba la oficina y mis compañeros, no lo niego, pero mi mente ya no estaba ahí sino en mi casa. Intenté plantear la posibilidad de hacer el trabajo desde mi hogar, al fin y al cabo para eso están las nuevas tecnologías y el internet, para realizar tu trabajo donde quiera que estés. Lamentablemente algunos tienen muy arraigado el concepto de los “Godínez” y prefieren ver sentado a alguien durante ocho horas frente a una computadora aunque en realidad gran parte de ese tiempo no sea efectivo.  


Así transcurrieron 10 meses dejando a mi bebé con mi mamá o mi suegra, yendo a amamantarlo a la hora de la comida para después regresar al trabajo y volver a eso de las 7:00pm a casa y dedicarle lo que me quedaba de tiempo con él antes de que se durmiera. Hubo un tiempo que me lo llevé conmigo a la oficina en las mañanas pero me declaro culpable de haber pensado que una oficina no era lugar para un bebé. No sé si cuando lloraba o lo amamantaba era molesto para los demás pero digamos que me hacía sentir incómoda el pensar que sí les perjudicaba y que sólo por respeto no me lo decían así que mejor desistí de mi “magnífico” plan.


Sin embargo, siempre he pensado que por algo pasan las cosas y cerca de un mes antes de que cumpliera su primer añito, surgió la oportunidad de trabajar desde mi casa. Mi deseo se estaba cumpliendo, tendría tiempo suficiente para él. Con lo que no contaba era que ambos ya teníamos nuestras rutinas y me topé de frente con que conocía a mi hijo más que nada por lo que me reportaban sus abuelitas, no estaba segura de a qué hora comía, dormía, si lloraba porque le cantaban cierta canción y yo le cantaba otra o porque a esa hora le tocaba el baño y yo le estaba dando de comer.  Me di cuenta que ser y estar para tu hijo 24/7 es una labor que nunca termina, que trabajar en casa junto a tu bebé es más difícil de lo que parece, sumamente gratificante, sí, pero agotador. Al no estar preparada para atravesar esta nueva etapa de adaptación, al poco tiempo comencé a sentirme deprimida. Extrañaba tener que ir a trabajar a una oficina, que ya ni consideraba trabajo sino “tiempo para mí”, también el sentirme decaída estando en donde tanto había querido estar, estresaba a mi pareja y junto con algunos problemas económicos, los problemas entre nosotros también comenzaron.


Apenas con cuatro meses de estar viviendo “el sueño de toda madre trabajadora” (o por lo menos, el mío) estaba peor que antes, agotada física y emocionalmente, sintiéndome culpable por querer salir sola, dedicarme tiempo a mí, no escuchar llantos ni cambiar pañales ni servir comidas por unas horas, me sentía mala madre por no tener una paciencia infinita todo el tiempo y cuando estaba sola me sentía angustiada de no estar junto a mi hijo. Viendo en retrospectiva, descubrí mis propias sombras, de esas que tanto habla Laura Gutman, pero les huía porque no quería verlas ni enfrentarlas… tanto les huí que cuando me ofrecieron un empleo de redactora en un periódico semanal no dudé en aceptarlo. Ahora tenía dos trabajos y tendría que dejar a mi hijo nuevamente al cuidado de sus abuelitas. Esta vez por más horas. Esta vez fue mi hijo quien lloró más. Hubieron días en que llegaba a casa cerca de la media noche (los cierres de edición se prolongaban) y encontraba a mis dos hombres durmiendo profundamente. Ya ni siquiera tenía oportunidad de darle pecho a mi bebé antes de que durmiera o de decirle buenas noches a los dos. Si no fuera por el colecho creo que hubiera sido el fin de mi lactancia… o tal vez no, qué se yo. Los fines de semana no los veía por adelantar cosas de mi otro trabajo, se iban desde temprano en la mañana para dejarme trabajar y regresaban en la noche.  Las comidas, salidas y domingos familiares me estresaban por pensar en el tiempo que no estaba dedicando a los pendientes del trabajo. No quería fallar en ninguno pero estaba fallando en el más importante de todos (aunque suene cursi y trillado).


Esta vez fue mi pareja quien me dijo “ya no más”. Tenía razón. Eso no era vida. Renuncié al periódico y me quedé sólo con el otro trabajo que hacía desde mi casa (aceptaron aumentarme el sueldo y darme mayores responsabilidades). Durante este tiempo empecé a darme cuenta que mi prioridad era mi casa, mi pareja y mi hijo. Enfrenté mis dichosas sombras y comencé a disfrutar plenamente estar y ver cada día a mi hijo, sus logros, sus avances, sus gestos, sus risas, sus llantos. Nuevamente, el destino puso nuevos proyectos frente a mí, esta vez unos lindísimos en todos los aspectos. El verano fue para platicar con mi pareja y llegar a la conclusión de que era momento de empezarlos. Dejé mi trabajo y fue una despedida muy agridulce, me llevé la gran experiencia de haber conocido lo que es trabajar en casa, con todos sus pros y sus contras. Definitivo iba a extrañar a todo el equipo.


No lo niego, me encanta ser una mujer trabajadora, ganar mi propio dinero, aportar a la economía familiar pero también me fascina ser mamá y ama de casa, ayudar a la economía de diferente manera pero de igual importancia.


Ahora nos enfrentamos a una nueva adaptación. Justo el día de su segundo cumpleaños, mi hijo entró a la guardería. No ha sido fácil aunque, en realidad, ha sido tal como lo esperaba. Creo que a las maestras son a las que les debo tener más paciencia, a veces se guían demasiado en lo que equis persona o libro dice sobre las etapas madurativas y no ven a esas pequeñas personitas como lo que son: seres humanos independientes y en pleno desarrollo. Si unos hablan pronto y otros tardan más, si unos comen mucho y otros menos, eso no los hace mejores ni peores, los hace únicos y al final todos hablarán, comerán y dejarán el pañal cuando tengan que hacerlo.


Por lo pronto, a mí nadie me quita la sonrisa de la cara y la actitud positiva. Estoy en uno de los mejores momentos de mi vida. 



2 comentarios:

  1. No hay nada como seguir tus instintos de mujer-madre y enfrentar con actitud nuestras propias sombras. :) Te deseo de todo corazon que la dicha perdure.
    Elisa

    ResponderBorrar
  2. Muchas gracias, Elisa, espero también que así sea jaja =)

    ResponderBorrar